El otro día leía la portada de una revista de moda (no me preguntéis el nombre) que hablaba de la mujer 10: buena madre de sus hijos y buena hija cuidadora de sus padres, centrada en su familia, discreta, siempre hermosa y sonriente, una estupenda cocinera… Vamos, mujer-florero que ni siente ni padece ni opina ni dice. Un muermazo. Pero eso sí, pivonaza absoluta, dedicada en cuerpo y mente a su exterior, digna envidia de toda mujer media en la que el trabajo, la rutina, y los madrugones hacen estragos en cuerpo y cara. Incluía esa típica foto que te hace mirarte a ti misma en el espejo y sentirte un poquito peor. No os imagináis las ganas que me entraron de ponerme a destrozar cositas. Pero en lugar de hacer eso, me puse a reflexionar, porque además ha coincidido con una época en la que por cuestiones personales me sentía mal conmigo misma, desencantada de mi vida y de mis expectativas, poco realizada por decirlo de alguna manera. Y me di cuenta de que todo está un poquito relacionado.
Digamos que lo que pudo pasarme fue que me olvidé de olvidarme del resto del mundo. Vamos, básicamente que me he olvidado de acordarme de mí. Que es muy bonito eso de pensar en los demás, pero ojo, eso sólo sirve si es para construir algo bonito. Pero esta sociedad no está hecha para que pongamos a los demás a nuestro lado, en todo caso nos los pone de frente. Vivimos en un mundo en constante competencia: quién más tenga, quién más salga, quién más delgado esté… Siempre comparándonos con cánones imposibles. El ideal capitalista en el que nos movemos y por el que vivimos es inmensamente cruel, y para las mujeres, el doble o el triple. Da igual lo que luchemos, lo que leamos, las carreras o los títulos que hayamos conseguido. O somos perfectas y hermosas hasta lo irreal, o no servimos para nada ni poseemos ningún logro en este mundo. Y no sólo hablo a grandes niveles. Ocurre en nuestro continuo día a día. Sobran situaciones que nos demuestran la diferencia de trato que se le da a una mujer dentro del canon de belleza imperante frente a una que no lo está. ¿Qué hemos dejado que hagan con nuestras cabezas? Nos las han llenado de imágenes vacías, han aniquilado nuestro entendimiento y capacidad de abstracción de lo físico frente a lo real.
En esta vida para compararse ya tenemos las ofertas del súper. Y hay que saber pasar de cánones, spots publicitarios y demás mierdas que sólo sirven para hundirnos en la miseria.
¿Algún publicista en la sala que me explique para que sirve que quiera ser la mujer 10 si luego soy anoréxica cerebral? Que es verdad que la vida al final es muy cruel y terminan triunfando l@s guap@s-tont@s, los superficiales y lo que pasan más tiempo delante de un espejo que delante de un libro.
Que sí, que en esta vida vale más cara que cerebro. Pero por favor, POR FAVOR, igual que luchamos contra el hambre en el mundo, luchemos contra la incultura. Y por incultura me refiero a la incultura de la sociedad consumista, esa que pone por delante hacerse una foto que vivir un momento. Esa que nos empuja a querer ser los más atractivos del lugar para después sentirnos mal si nos acostamos con quien nos dé la gana y como nos dé la gana, si hacemos un uso libre del cuerpo que nos obligan a tener y mantener. La cultura que nos hace querer estar insanamente delgados mientras nos bombardea continuamente con comidas envenenadas y mata de hambre a medio planeta. Esa incultura que nos aniquila, nos aliena, nos engaña, nos ciega.
MUERTE A ESA INCULTURA. Más libros, y menos revistas.
“No sólo de pan vive el hombre. Yo, si tuviera hambre y estuviera desvalido en la calle no pediría un pan; sino que pediría medio pan y un libro. Y yo ataco desde aquí violentamente a los que solamente hablan de reivindicaciones económicas sin nombrar jamás las reivindicaciones culturales que es lo que los pueblos piden a gritos.
Bien está que todos los hombres coman, pero que todos los hombres sepan. Que gocen todos los frutos del espíritu humano porque lo contrario es convertirlos en máquinas al servicio de Estado, es convertirlos en esclavos de una terrible organización social.
Yo tengo mucha más lástima de un hombre que quiere saber y no puede, que de un hambriento. Porque un hambriento puede calmar su hambre fácilmente con un pedazo de pan o con unas frutas, pero un hombre que tiene ansia de saber y no tiene medios, sufre una terrible agonía porque son libros, libros, muchos libros los que necesita y ¿dónde están esos libros?
¡Libros! ¡Libros! Hace aquí una palabra mágica que equivale a decir: «amor, amor», y que debían los pueblos pedir como piden pan o como anhelan la lluvia para sus sementeras.»
Federico García Lorca.- Medio pan y un libro.